Ella, llegó caminando. Paso tranquilo. Hizo del borde de la vereda de adoquines un banquito para dos. Tenía la mirada llena de un amor esperanzado, sus ojos brillaban en la oscura noche que no mostraba la luna, solo un par de estrellas. Miraba hacia el lago, y una suave brisa le acariciaba la mejilla. Su pelo volaba.
Miró su teléfono, escribió algo y lo guardó. Sentada de piernas cruzadas depositó nuevamente su mirada en el lago, que no se diferenciaba de las montañas gracias a la oscuridad.
Un chico esperaba con la misma actitud a no se quien, sentado a pocos metros de Ella.
Los dos tan diferentes y tan iguales. En la misma posición, el mismo gesto en la cara, la misma esperanza: Que llegue.
Los minutos pasaban y el reloj no marcaba ninguna hora especial (como las “en punto”, o las “y media”). Era tarde. Los dos sabían que la persona que esperaban no iba llegar. Y poco a poco, el viento les borró la sonrisa.
Ella miró hacia un costado, y El levantó la mirada sobre su hombro derecho. Se vieron. Sus ojos entendieron todo. Estaban solos, pensaron que cada uno era o podía ser la persona que el otro buscaba, pero un segundo más tarde sus miradas (que hablaban a la par) se dijeron que no.
Se sonrieron y miraron el piso, la arena. Se quedaron así.
Otro joven, de remera color rosa y paso apresurado, se metió en la triste imagen. Pensé que quizá seria el inspirador de la mirada de Ella, pero no lo fue.
Entre la oscuridad miró hacia todos lados, esperando encontrar lo que buscaba. No la vio. La vio a Ella, sentada mirando el suelo. Frenó, la observó y se dio cuenta que no era quien buscaba. Suspiró y siguió su camino por la arena, se perdió en lo más oscuro de esa hermosa y calida oscuridad de una noche de verano.
Tres desencuentros.
Sentado, me quedé junto a los tres.
Yo no esperaba a nadie, ya sabía que no iba a llegar.
Me di cuenta que los desencuentros eran mas de tres, y en esa triste imagen yo también me congelé.